Somos bestias que no respetan.
El corazón a mil por hora y el respetable aplaudiendo desde afuera. Una mezcla explosiva entre furor y miedo. Adrenalina, supongo.
Nos llaman bravos de arena. Son ellos los que nos temen en el fondo.
Afuera espera nuestra muerte exhibida entre fiestas y aplausos. Gente de toda clase y edades aparentan ser algo que ni por asomo alcanzarían ni en un millón de siglos. Ignorantes de mierda.
Nos alimentan y nos entrenan para ser los mejores. Pero sólo esperan de nosotros aplacar la muerte, arañar algo más de tiempo sobre el albero. Nuestra misión es entretener, su daño colateral... el exterminio. Dicen que sin este circo, sin ellos, no existiríamos, no seriamos nada.
¿Y que serían ellos?
Abren el portón, pero sólo cogen a uno de nosotros, cobardes. Ellos son más. Observo los rostros desencajados de alguno de los míos. Terror e incertidumbre se respira en el ambiente. Seguramente nadie regrese vivo.
Uno a uno caen desplomados sobre la arena. Sin piedad, son apartados, ignoro que será de los cuerpos. Aún me duele la marca del muslo, el orgullo.
La arena en la sangre, supongo, resulta molesta, los cadáveres son apartados del albero y un nuevo fantasma es guiado hasta el centro de la plaza. Vamos quedando menos. El ambiente es insostenible.
Llega mi turno.
Postrado en la arena ahora sí puedo ver la cara de los cobardes. Lo busco con la mirada. Allí. Ya lo veo. Me acerco, no vacilo, le miro a los ojos y digo:
¡Ave Cesar!, los que van a morir....